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200 ADELARDO FERNANDEZ ARIAS
lastimosamente». Cada minuto que no está en el cine-
matógrafo, es «mucho tiempo perdido».
—Pues a mí no me gusta perder el tiempo—respon-
dí, sonriendo—. De modo, que si ha sido usted sin-
cero al escribirme esta carta, demuéstremelo usted
llevándome, mañana sin falta, a un «estudio», para
que yo me dé cuenta de lo que es el cinematógratfo por
dentro y presénteme a un director o un gerente de casa
cinematográfica... En fin, alguien con quien pueda
tratar para la realización de «eso» que usted me
asegura, que «me dice con sinceridad».
—Pues ahora mismo—me contestó aquel hombre—
voy a telefonear, para saber a qué hora puede usted
visitar la casa productora donde yo trabajo, que es
la principal de Berlín. ¿Me permite usted?
El italiano se levantó, ausentándose; yo me quedé
pensando en la posibilidad de «aquello» que el ita-
liano me proponía; realmente, mi vida me había si-
tuado en una situación extraña: sin familia, sin ami-
gos, sola en el mundo, con un dinero que, al paso
en que yo había comenzado a vivir, se terminaría
muy pronto. Era necesario que resolviese el proble-
ma de mi existencia y, ¿por qué no aprovechar una
ocasión que se me presentaba, de contrabando, ¡claro
está! ? Porque yo comprendí en seguida que «aquello»
era el pretexto que el artista italiano había agarra-
do desesperadamente para acercarse a mí y «hacer-
me la corte». Tampoco me desagradaba aquella pers-
pectiva: tenía veintiún años y por la clase de vida
del «pensionado» de Suiza, yo estaba «muy iniciada
en todo el problema sexual», teóricamente, sin que
el ambiente y las circunstancias en que había vivi-
do me permitieran haber «realizado todas aquellas
curiosidades que en el desarrollo de mi juventud me
inquietaban». Sin embargo, no me arrepentí de «no
haber aprovechado esos años que, casi todas las mu-
chachas de mi generación, habían utilizado con la
bandera de la libertad sexual desde los quince años