A
LA PRINCESA DEL TRANSIBERIANO
p
ES
pa
cinematográficas, las que no son inteligentes, creen,
desde luego, que son capaces de todo.
Míster O'Brien sonrió:
—Y, efectivamente, no mienten al decirlo y al pen-
sarlo: «son capaces de todo», ¡claro está!, de todo.
¡No lo sabe usted muy bien! Yo, sí, y como son ca-
paces de todo, pues son capaces de hacer «todo eso»
que hacen y que el público, algunas veces, acepta no
debiendo aceptarlo; porque nosotros, que vemos de
cerca cómo se trabaja y que estamos acostumbra-
dos profesional y técnicamente a esta clase de tra-
bajos, «estamos en el secreto»; pero el público tiene
una gran buena fe; se deja deslumbrar por «la me-
dia luz» y un ambiente bien presentado, un vestido
de corte original, tres gestos oportunos y una músi-
ca más o menos sincronizada; pero yo le aseguro a
usted, mi querido amigo, que hay cada película por
esos mundos de Dios, que a nosotros nos produce mu-
cho dinero, ¡eso sí!, gracias a la gran publicidad con
que la lanzamos, pero que, después de hecha, «de
muy buena gana la quemaríamos», si no fuera por el
mucho dinero que costó terminarla. Pero, ¿qué quie-
re usted? Los intereses creados. Una vez que una pe-
lícula se termina, hay que lanzarla al mercado, hay
que venderla, «esté bien o esté mal». ¿No ve usted que
ha costado muchos dólares? Volver a empezar, por el
trabajo de una determinada artista, ¡eso no es po-
sible en los negocios! Y se la imponemos al público,
«quieras que no», y el público «se la traga». Claro, que
algún crítico dice, de cuando en cuando, «que está
mal»; pero no se atreve tampoco a censurar franca-
mente el trabajo de las grandes «estrellas»; primero,
Porque siempre los intereses creados, mi amigo, los
críticos aquí, en los Estados Unidos, y fuera de aquí,
en su mayoría, tienen vinculaciones con negocios ci-
nematográficos. ¡Es la vida! Se vive de eso: son con-
tratos de publicidad, dólares; en el fondo, como usted
ya sabe, mi querido míster Simpson, todo es cuestión