LA PRINCESA DEL TRANSIBERIANO 25
Y
desconocidos», en todas las estaciones emisoras del
mundo, han acordado, y aunque hay programas para
todos los gustos, es necesario someter nuestro deseo
personal a ese encasillado que constituyen los pro-
egramas de todo el mundo; con los gramófonos su-
cede igual: por muy rica que sea la colección de dis-
cos que usted tenga, siempre faltarán discos y, pro-
bablemente, no estará el disco de aquel fragmento
musical que a usted se le ocurra oír en un momen-
to determinado; en cambio, cuando oímos, a volun-
tad, la música de un autor predilecto... Por ejemplo,
si yo ahora le dijera a usted: ¡Cómo me gustaría oír
cualquier cosa, algo de Grieg, que es mi autor favo-
rito, pues usted, abriendo el piano, quizá buscando
entre su biblioteca musical la partitura, si no lo sabe
usted de memoria, podría satisfacer mi deseo o mi
capricho; en cambio, a lo mejor, buscamos hoy el
programa de las estaciones emisoras mundiales y,
por casualidad, hoy y a esta hora, no nos encontra-
mos en parte alguna con Grieg. En cambio, si usted
no fuera tan egoísta, se sentaría al piano ahora mis-
mo y, después de preguntarme: «¿Qué parte de Peer
Gint quiere usted oír?», yo la respondería: La can-
ción de Solweig», y usted la interpretaría para que yo
la oyera.
Eva Lynn, sin decir ni una palabra, se dirigió al
piano; abrió el teclado, se sentó frente a él y, con un
estilo maravilloso y un buen gusto exquisito, inter-
pretó La canción de Solweig, de Grieg, con una maes-
tría formidable y, sobre todo, dando a la música un
estilo peculiar, personalísimo, único, muy apasiona-
do; que brotaba de los dedos de la artista, que, al
acariciar las teclas del piano, producían una sensa-
ción profunda que exteriorizaba todo su temperamen-
to eslavo, intensamente misterioso, con una mezcla
de sensualismo, arrebato, rugido de tempestad y lá-
grimas de ternura; entremezclado todo, en el fondo
del alma de aquella mujer. Cuando terminó de tocar,