LA PRINCESA DEL TRANSIBERIANO 293
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rica. Se creó una conversación sin importancia, una
de esas conversaciones frívolas, que se deslizan en-
eganchándose las ideas unas a otras, con lugares co-
munes, que más bien sirven para llenar una laguna
de tiempo que para resolver un asunto o para des-
arrollar una idea.
Un cuarto de hora más tarde entró el padre An-
dreas en su casa, sonriente, con su cara de bondad,
como era característico en su fisonomía, y exclamó:
—He hablado con Minka, señor, y al leer el nom-
bre de usted rompió a llorar. Al principio se nega-
ba rotundamente a recibirle, no por ser usted, ¡Dios
la libre de tamaña ofensa!, según me dijo; pero como
se ha propuesto desde que llegó al pueblo, ¡ya se lo
he dicho a usted!, hacer «una vida de monja sin
claustro» y no hablar con nadie, que no sea yo, no
quería romper su promesa; pero después de haber
oído a usted las frases que antes me dijo, yo me he
creído en el deber y lo hice bajo mi responsabilidad
moral de conciencia, insinuándola que «podía rom-
per su promesa, en este caso excepcional»; y, en efec-
to, espera a usted; quiere, sin embargo, y no lo tome
usted a mal, que yo presencie la conversación de us-
tedes; quiere que yo sea testigo de su entrevista, y
en esta condición se aferra inexorablemente; de
modo, señor, que usted dirá lo que cree que debe
hacer.
John reflexionó, y dijo:
—Yo no tengo ningún inconveniente, padre, en que
usted presencie nuestras conversaciones; lo que yo
tengo que decir a Minka quizá usted lo sabe, a tra-
vés de la confesión; no tengo por qué decir nada
que usted no pueda oír; al contrario, es muy posi-
ble que usted me ayude en esa rebusca de la verdad
que yo persigo; de modo, padre, que en vez de ser
un obstáculo para mí la condición que Minka impo-
ne, dígaselo así, yo agradezco a Minka ese deseo, y
suplico a usted que no pierda ni un detalle de la