LA PRINCESA DEL TRANSIBERIANO 297
fico. Muchas veces, los públicos que ven en las pan-
tallas la impresión producida por «una primera mi-
rada» entre dos protagonistas de película, ¡hasta se
ríen!, porque no creen verosímil que, apenas se ven,
se enamoren mutuamente, y, sin embargo, es así.
En la vida también es así. ¡Claro, que eso no su-
cede todos los días! No es general que los hombres
y las mujeres, cuando van por la calle y pasan unos
cerca de otros, se miren, se amen y se apodere in-
mediatamente de ellos una pasión irrefrenable; pero,
que en la vida sucede «lo que les ha sucedido a us-
tedes en este caso, ¿quién lo duda? Además, a mí
me parece bien; yo soy un hombre feliz cuando veo
dichosos a los demás; a mí me gustaría que la hu-
manidad viviera en un ambiente de ventura, de triun-
fo, de alegría constantes. No hay nada que más me
contraríe que el ver a la gente triste y preocupada,
con anhelos que no se satisfacen, deseos que no se
logran y necesidades que no se pueden cubrir. Por
eso, mi querida Eva, me ha parecido desde el primer
instante muy bien ese amor espontáneo que surgió
entre ustedes allá, en mi despacho, apenas les puse
frente a frente. Y como usted ya una vez se me en-
furruñó cuando me atreví a hablarla «de un posi-
ble matrimonio», pues no la he vuelto a aludir, como
ha visto usted, en ese sentido, porque no creyese que
quería «mezclar la publicidad con los sentimientos»;
pero como yo estoy convencido de que «ustedes se
van a Casar», yo me atrevería a preguntarla, muy
en secreto y dándole mi palabra de que no utilizaré
lo que usted me diga, para la publicidad. En serio:
¿cuándo es la boda? ,
Eva Lynn, sonriendo, muy dichosa, echó hacia atrás
la cabeza, miró al espacio y, encendiendo un ciga-
rrillo, exclamó:
—No lo sé; primero, es necesario que John regre-
se; en cuanto termine sus asuntos en Europa ven-
drá, y creo que entonces nos casaremos; pero, mís-
1