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314 ADELARDO FERNANDEZ ARIAS
París, iban militares y si yo recordaba qué clase de
militares eran: si de Infantería, o de Caballería, o
de Artillería». Si había visto caballos y cañones en
los vagones de los trenes. Luego querían saber «cosas»
de París. En fin, me hacían preguntas de «cosas» que,
en realidad, yo no entendía. Después de torturarme
varias horas durante muchos días, también a la niña,
a quien preguntaron «cosas» que la niña no podía
contestar porque estaba !la pobrecita! asustada, nos
dejaron libres «con la orden de regresar al pueblo,
sin poder movernos de aquí»; yo pregunté varias ve-
ces por Mizzi, nunca se me contestó. No supe nada
en algún tiempo. La niña preguntaba por su madre.
¡Pobrecita, cómo lloraba! Quería ver a su madre y
yo la consolaba, diciéndola: «Ya la verás.» ¿Se acuer-
da usted, padre Andreas, se acuerda usted?
El viejo sacerdote movió la cabeza y sus ojos se
cristalizaron con lágrimas.
—Entonces—preguntó John—, ¿tú no viste a Miz-
zi más?
—No; no la volví a ver.
¿Y-—volvió a preguntar John—cómo supiste, cuán-
do supiste el trágico fin de Mizzi?
Minka se enterneció y rompió a llorar; ocultó la
cara entre sus manos. Hubo una pausa, se oyeron los
sollozos de Minka; el padre Andreas contemplaba,
también emocionado, aquella mujer que lloraba tan
amargamente; John respetó el dolor de Minka y des-
pués de algún tiempo, la húngara exclamó:
—Lo supe después; cuando la guerra ya se había
terminado, cuando un día me llamaron aquí, en el
pueblo, a la Municipalidad, y unos señores me dije-
ron que «Mizzi había muerto»; no me dijeron enton-
ces «cómo había muerto»; me dijeron solamente que
«había muerto» y «al morir, había dejado su dinero
a su hija, como es natural y a mí me había dejado
un legado, para que yo me ocupase siempre de su
hija, a quien ella confiaba». El dinero de Mizzi es-