316 ADELARDO FERNANDEZ ARIAS
del pueblo, porque no quería que su hija se educase
en un ambiente tan sencillo»; además, que «quería
recoger a su hija, después de la muerte de Mizzi»,
y me daba instrucciones para que «acompañase a Carl
Wringlé hasta Berlín, donde nos encontraríamos con
usted».
¡Ah! ¿Decía eso la carta?—exclamó John—. ¿Y
qué hiciste?
Cuando leí la carta fuí a ver al padre Andreas
¿se acuerda, padre?
El sacerdote asintió, y Minka dijo:
Le enseñé la carta que Carl me había entrega-
do, y el padre Andreas me dijo...
El sacerdote interrumpió:
Como no era posible sospechar que aquel hom-
bre tan... ¡Dios le perdone!... Tan «poco humano»,
tratase de sorprendernos a todos y ¡era tan lógico el
suponer que usted se ocupase de su hija y deseara
llevársela! Creímos, de buena fe, en aquella carta.
¡Claro que yo pensé, no debo ocultarle mi sospecha,
que hubiera sido más natural, más humano, más ló-
gico, que usted hubiese venido personalmente aquí,
al pueblo, para recoger a su hija! Pero como estába-
mos en los primeros momentos, después de la gue-
rra, también pensamos que, así como en Berlín, una
ciudad grande, un americano podía, si no pasar in-
advertido al menos respetarse, en un pueblo donde las
pasiones estaban más excitadas, la presencia de un
ex enemigo hubiera provocado entonces alguna esce-
na desagradable y comprendiéndolo usted así, evitó
venir personalmente a recoger a su hija; por eso, to-
dos creímos en la autenticidad de la carta de usted,
que Carl Wringlé, un súbdito suizo neutral, nos traía,
y yo debo confesar que aconsejé a Minka que «si-
guiera con la niña a aquel hombre hasta Berlín, para
reunirse con usted.
-Entonces—preguntó John—, ¿te marchaste a,
Berlín con la niña y con Carl Wringlé?