338 ADELARDO FERNANDEZ ARIAS
do, quizá con su conducta provocase una tragedia;
Eva se había autosugestionado precisamente por
aquellos obstáculos de la vida, y si John, huyendo de
ella, evitando que le encontrase, realizaba aquella
maniobra vulgar, empequeñeciendo su figura, que
para Eva tomó proporciones gigantescas precisamente
por aquel ambiente problemático que le rodeaba, Eva,
en su desesperación, podría adoptar una resolución
trágica, porque Eva tenía un temperamento exalta-
do como el de su madre; no era una anglosajona,
porque había heredado el temperamento de su ma-
dre más que el suyo; además, reflexionando bien so-
bre aquella carta, tuvo John una esperanza, una gran
esperanza; efectivamente, aquella «prueba del fuego»
que Eva propuso podía ser definitiva en el ambiente
de la casa de Minka; junto al padre Andreas, evo-
cando la infancia de Eva, hablando durante algunas
horas del pasado, aquella pasión exaltadísima de Eva
habría de sufrir un mazazo que la destruyese; John
estaba seguro de aquella transición psicológica que
habría de apoderarse, en aquel ambiente que Eva pro-
ponía evocar, ¡y esperó! Eva cablegrafiaba a John a
diario, dándole cuenta del desarrollo de la película.
Un día John leyó:
«Hemos terminado la última escena del film.»
Unos días más tarde Eva anunció a John que «em-
barcaba hacia Europa». John fué al puerto a espe-
rar a Eva. Se encontraron a bordo. Eva presentó sus
dos manos a John y él las oprimió, mirándola a los
ojos con emoción intensa. Eva exclamó:
—Has hecho bien en venir a buscarme, porque así
no perderemos tiempo; desde aquí vamos a ir direc-
tamente al pueblecito de Hungría por el camino más
rápido, ¿te parece bien?
Hicieron el viaje aprovechando las líneas más ve-
loces, desde Cherburgo a París, Viena y Budapest,
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