LA PRINCESA DEL TRANSIBERIANO 41
fríamente, no puede interesarme; muchas gracias
de todas maneras».
Desde entonces observé las maniobras de las «be-
llezas del Transiberiano» y vi que, en efecto, ellas
procuraban, hábilmente, calculando muy bien la
oferta y la demanta, cotizar «sus ganacias» según los
kilómetros que íbamos recorriendo los días que iban
pasando y la tensión de aburrimiento que se apo-
deraba de los pasajeros del tren. Un inglés y un ale-
mán contrataron a las dos «bellezas» rusas, que des-
de el momento del contrato quedaron emparejadas a
los viejos comerciantes del Extremo Oriente, que
añadirían a sus «gastos de viaje» aquel «imprevisto».
— ¡Muy curioso! —exclamó Eva.
—81, típico al menos. Corría el tren por las llanu-
ras nevadas de la Manchuria; pasaban los días; yo
iba pensando, contemplaba el paisaje; todos los días
el Transiberiano se detenía en cuatro o cinco esta-
ciones; la estaciones eran rudimentarias, primiti-
vas, estaciones de madera construídas al lado de la
vía, de una vía única tendida a lo largo de aquellas
estepas; las estaciones solitarias, aisladas en medio
de aquella soledad, eran núcleos de un depósito de
leña para las locomotoras, de grasa para los coji-
netes de los vagones, de agua y de chucherías de
aquellos parajes, para los turistas. El tren se dete-
nía en aquellas estaciones «una hora por lo menos»,
porque durante «esa hora» se revisaban los cojinetes
de todos los vagones, engrasándolos, pues a pesar del
movimiento del tren, aquellas temperaturas tan ba-
jas, tan horrorosas en pleno invierno, amenazaban
solidificar la grasa en todas las junturas; se echaba
leña a los depósitos que cada vagón llevaba para
mantener la calefacción interior seccionalmente por
vagones, y allí, en cada estación, surgía una novedad;
junto a la casucha de madera que marcaba la esta-
ción, había una fila de mujeres jóvenes de diversas
estaburas, vestidas «a la rusa» pero modestamente;