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LA PRINCESA DEL TRANSIBERIANO 4
llo» era momentáneo, rápido, porque el frío inten-
sísimo, congelando la respiración que se realizaba
por las narices sobre el borde de piel que las rozaba,
nos atería, dándonos en la parte interna y superior
de la nariz, una sensación de opresión angustiosa que,
no obstante aquel forro de piel con un refuerzo in-
terno de lana, por el que penetraba, sin embargo, el
frío, nos obligaba muy pronto a precipitarnos al in-
terior de los vagones y, despojándonos de las pieles,
sentir la caricia tibia del calor interior del tren.
—¡Sí, el frío de Siberia...! —murmuró Eva.
—Allí, en el andén, vi, en Irkust, gran movimien-
to de gente: un grupo de militares; al subir a mi
vagón observé que en el pasillo varios soldados rusos
instalaban, en un camarote del mismo vagón que yo
ocupaba, pero alejado del mío tres O cuatro camaro-
tes más, un numeroso equipaje de mano. Después
subió al vagón una mujer elegantísima, envuelta en
un magnífico abrigo de piel; la acompañaba otra que,
por lo humilde de sus movimientos, se comprendía
que era «una servidora de la anterior», también jo-
ven; vi acercarse al vagón los militares, un viejo
general, envuelto en su capotón, luciendo los distin-
tivos de su alta jerarquía, formaba el centro de un
grupo de varios jefes y oficiales que le rodeaban con
muchísimo respeto. Hablaban todos en ruso, que yo
no entendía, desde el andén; aquella mujer que ha-
bía subido al vagón y que todavía permanecía en-
vuelta en su abrigo de pieles, sin pedir permiso a na-
die y con una impertinencia muy rusa, había bajado
los cristales de una ventanilla, dejando penetrar al
interior del vagón el frío intenso del exterior; habla-
ba con el viejo general muy animadamente; pasó el
tiempo, se oyeron las señales precursoras de la mar-
cha del tren; yo me había encerrado en mi camaro-
te, ajustando la puerta para conservar el calor, ya
herido por aquella ráfaga fría que entró por la ven-
tanilla abierta por la nueva viajera, y malhumorado