LA PRINCESA DEL TRANSIBERIANO 53
por los ademanes del jefe del comedor y los de la
princesa, que se trataba de que la princesa cenase
allí. Efectivamente, cenamos; los viajeros del tren
me miraban con envidia; a través de todos los va-
gones, desde Irskust, había circulado la noticia de que
la princesa, aquella mujer bellísima y extraordina-
riamente sugestiva, con el poder omnímodo que la
daba ser la esposa de aquel general, jefe de la Sibe-
ria, iba a bordo, y como todos consideraban innacce-
sible, no ya la compañía de la princesa, sino una fra
se suya, al verme a mí, a quien ya me conocían des-
de Karbin, allí, mano a mano con la princesa, en un
diálogo natural, que aquella mujer salpicaba con ri-
sas encantadoras, todos me admiraron y me envidia-
ban. Cenamos, rociando nuestra cena con un N
paña, helado, delicioso; después de cenar, la prince-
sa exclamó:
¿Qué le parece a usted si tomáramos el café en
el camarote?
—Estoy a sus órdenes, princesa.
Sí. ¡Vamos!
Dió la princesa instrucciones, en ruso, al jefe del
comedor, y nos fuimos hacia nuestro vagón; al lle-
gar a él me preguntó la princesa:
¿Cuál es su camarote?
Yo se lo indiqué, y ella dijo:
—-$í, claro; igual que el mío. Ahora vamos a tomar
el café en «mi» camarote, porque di orden de que lo
trajeran aquí.
Entramos en el camarote de la princesa, que tam-
bién viajaba sola, como yo; y su sirviente, que estaba
allí, sentada, mientras la princesa estuvo en el vagón-
comedor, se levantó respetuosamente y la dijo algo,
en ruso, a lo que la princesa contestó; vi a la sirvien-
ta inclinarse con respeto, alejándose. La princesa
me dijo:
Esta es mi doncella predilecta y mi confidente;
me sirve desde hace mucho tiempo; se educó con-
nha
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