Full text: La princesa del transiberiano

LA PRINCESA DEL TRANSIBERIANO 59 
como naves de iglesia; tenía ella la idea de que si ha- 
blase, la voz la iba a responder con eco terrible; oyó 
una puerta y vió al «señor», al magnate maggiar; a 
aquel hombre, antipático, viejo, que se acercó a ella 
con cara sonriente; y, desde el primer momento, 
aquel hombre le fué antipático, repulsivo; ella le 
miró con miedo, con terror, y el, contemplándola, la 
dijo: «¡Qué bella estás, qué bella! ». Después la tomó 
una mano; ella sintió aquellas manos sarmentosas, 
frías, horriblemente frías, con el frío de la muerte y 
se estremeció; él la dijo, con esa voz de los viejos, 
sin energías: «No temas, no temas; no tengas miedo; 
si vas a estar muy bien; ya verás, ya verás.» Y la atra- 
jo hacia él para besarla; ella sintió una aversión in- 
descriptible; la repugnaba aquel hombre; pero com- 
prendía que estaba en sus manos; sus padres la ha- 
bían cedido a aquel hombre; la habían vendido, qui- 
zá; estaba en un castillo de aquel hombre rodeada de 
gente de aquel hombre; era inútil protestar; había 
que resignarse; además, había ido allí «a entregarse 
a aquel hombre» y había que hacerlo; pero ella sen- 
tía una aversión, una repugnancia, una contrarie- 
dad indecible, formidable; bajó la cabeza, cerró los 
ojos y se dejó besar; aquel viejo asqueroso la besó 
primero en la frente, después en los carrillos; luego 
la buscó la boca y ella sintió, en la frente y en los 
carrillos, el sello repugnante de la baba de aquel vie- 
jo, que, al acercarce a ella, babeaba, porque era un 
viejo degenerado, deshecho, decrépito, ¡qué horror! 
Aquella mujer, al describir aquel primer momento de 
su vida frente al amor sexual, se horrorizaba, se es- 
tremecía, la temblaban todas sus carnes; aquel viejo 
monstruoso, al encontrar la boca fresca de aquella 
mujer, bella y joven, sufrió una especie de ataque de 
lujuria y allí mismo, en aquella misma sala, sobre un 
butacón, la empujó y quiso poseerla; «quiso», ¡claro! 
que no quiso más que «querer», porque la naturaleza, 
desgastada, agotada, de aquel hombre no le pudo per-
	        
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