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78 ADELARDO FERNANDEZ ARIAS
ber interesado en el asunto el propio emperador, y
las órdenes en los imperios son órdenes definitivas;
cuando se ha ido a buscar a una mujer a ese pue-
blo, créame que es porque «hay una orden imperial»,
y si hay una orden imperial ya no es posible que nos-
otros intervengamos; antes quizá hubiéramos podi-
do hacer algo, ¡claro que de una manera muy oficio-
sa! Pero «a posteriori», mi querido Simpson, es im-
posible; se trata de cuestiones «de Imperio a Impe-
rio»; el Imperio ruso de los zares y el Imperio austro-
húngaro de la doble monarquía de los Habsburgo;
en esas naciones sujetas al centralismo imperial no
hay más que «órdenes inexorables». ¿Qué quiere us-
ted que hagamos nosotros, americanos, demócratas?
Además, si se tratara de un súbdito nuestro, podría-
mos intervenir; pero no se trata de eso, mi querido
Simpson; yo sé lo que usted me dice; comprendo
desde mi punto de vista de hombre su situación; pero
esa dama es su amante, hada más que su amante;
no es su pariente ni su esposa, y es húngara, y como
el asunto se desarrolla en territorio húngaro, ¿qué
quiere usted que hagamos nosotros, americanos? ¡No
es posible hacer nada!
No tuve más remedio que telegrafiarle a Mizzi di-
ciéndola que «no podía ayudarla». Recibí varios te-
legramas de ella, que eran otros tantos gritos de an-
gustia desesperados; llamamientos desastrosos a la
libertad; yo no podía hacer nada, y no tuve el valor,
¡lo confieso!, yo no sé si fué un momento de cobar-
día mía, pero no tuve el valor de tomar el tren y
marcharme allí. Vacilé, creí que quizá compromete-
ría más su situación, puesto que no podría salvarla
y no fuí a verla; ella me siguió telegrafiando hasta
el último instante; después, ¡nada!, un último tele-
grama, diciéndome que «se la llevaban», que «pen-
saba siempre en mí». Y se despidió de mí para siem-
pre. Quedé muy preocupado, Eva, muy preocupado;
aquel episodio dejaba en mí una impresión muy
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