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92 ADELARDO FERNANDEZ ARIAS
—Ya me estoy figurando lo que pasó, porque, ¡cla-
ro!, «La Vampiresa», la española era...
John detuvo a Eva con un ademán, diciendo:
—Espere usted un momento. Llegó el «número» de
la española; tocó la música un pasodoble vibrante,
castizo, acompañado de castañuelas, y entró, en la
pista de artistas, aquella mujer, con un magnífico
mantón de Manila, bien ceñido a su cuerpo de es-
tatua; un sombrero ancho, muy español, y una for
entre los dientes; el brazo izquierdo, «en jarras»,
con el puño cerrado, apoyándolo en la cadera, y el
brazo derecho, al desgaire, llevando el compás del
pasodoble, lo balanceaba rítmicamente; dió la vue!-
ta a la pista de artistas al compás de la música, ha-
ciendo vibrar todas sus carnes, que se estremecían
bajo el mantón de Manila, con movimientos sensua-
les, de lascivia agresiva; con la cabeza alta, miraba
al público, como sugestionándolo, y al dar la segun-
da vuelta, al pasar junto a mi mesa, me vió; yo la
había ya reconocido en cuanto apareció en la pista de
artistas... ¡Era ella!...
—¿Mizzi?—preguntó Eva.
—i¡La misma! ¡Mizzi! ¡Era inconfundible! ¡Ella!...
—Ya me lo había figurado—dijo Eva.
-—Yo, hasta entonces, no; no era posible que, en
aquel maremagnum de la guerra; después de haber
tenido noticias oficiales de «La Vampiresa», como
nosotros llamábamos a aquella espía peligrosa, que
yo creyese, que sospechase ni por un instante que
«aquella Mizzi», que yo había conocido, que yo había
amado tanto, unos años antes, fuese la espía, cuya
vida necesitaban los aliados «a toda costa», por con-
siderarla una mujer peligrosísima; pero apenas, a
los acordes del pasodoble, muy español y muy torero,
apareció frente a mí, porque la salida de los artistas
estaba situada frente a la mesa que yo estaba ocu-
pando; la vi y no tuve ya la menor duda. ¡Era ella!
Mizzi, al principio, no me vió; como salía al público,