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ADELARDO FERNANDEZ ARIAS
luego, pienso volver; dejo aquí en cuenta corriente toda
mi fortuna; me llevo una carta de crédito para los Ban-
cos de Oriente y pienso regresar aquí para luego empren-
der otro viaje hacia Europa, a no ser que desde Oriente,
como yo soy tan caprichosa, me decidiese a ir a Europa
por la otra ruta,
—Muy bien. Pues ya sabe usted que estoy a sus ór-
denes.
“Miss Atlántico” salió de casa del abogado; fué a un
Banco para resolver los últimos detalles de su carta de
crédito y regresó al hotel, donde ya la esperaba, impa
ciente, el chino.
Creía que no venías, darling.
—¿Cómo puedes creer, dear?
—Es que has absorbido mi vida en una forma que yo
creo que no podría ya vivir sin ti.
“Miss Atlántico sonrió.
—¿Y cómo vas a arreglarte en China cuando tengas
que luchar, con tus soldados? Supongo que no pensarás
llevarme contigo también a los combates.
—¡Ah! Si tú fueses tan valiente que me acompañaras,
serías mi mascota para la lucha.
—Yo, ¡por mí! Soy muy capaz de vestirme de unifor-
me, montar a caballo y estar a tu lado.
—¿De verdad?
—Yo sí me atrevería, ¡si tú quisieras llevarme!
—Pues mira, ¡esa es una gran idea! ¡Quién sabe! Te
diré, en confianza, que en las guerras, aunque sean gue-
rras de sorpresa como las nuestras, los que menos peligro
tienen son los jefes; nosotros, los generales, procuramos
estar siempre en sitios muy seguros, muy lejos del alcance
de la trayectoria de los proyectiles, porque, naturalmente,
somos “las cabezas” que damos las órdenes y debemos
procurar que nuestros Ejércitos no se queden sin cabeza.
Por eso, nosotros, con nuestros Estados Mayores, procu-
ramos colocarnos bien a la retaguardia, donde los téc-
nicos nos aseguran que el Cuartel general puede empla-