18 «EL DUENDE DE LA COLEGIATA»
sión, una cárcel muy reducida, en la que estamos encerra-
dos durante unos días todos nosotros, los pasajeros; real-
mente, es una cárcel muy bonita, muy elegante, muy con-
fortable, grande, pero cárcel, porque no podemos salir de
ella aunque queramos; se nos permite que nos paseemos
de un lado a otro, de la proa a la popa; pero no salimos
del barco aunque quisiéramos salir hasta que se nos lleva
a puerto y, además, en puerto, como no sea cabeza de lí-
nea, como sea de escala, pues ¡nada!, que hay gue volver
a la cárcel cuando la sirena nos llama; en fin, ¡una cár-
cel! De modo que ¡hasta muy pronto, compañero de pri-
sión! ¡ Tenemos, como en las cárceles, nuestros núme-
ros... los de nuestras celdas; es decir..., nuestros cama-
rotés!...
“Miss Atlántico” sonrió, enseñando sus dientes blan-
quísimos y unidos como hilos de perlas, como el anuncio
de un dentífrico.,
Edward se alejó y míster Goldsmith, con gran natura-
lidad, como hombre de experiencia, acostumbrado a tra-
tar mujeres, pasó familiarmente su brazo derecho por de-
bajo del izquierdo de “Miss Atlántico” y los dos se di-
rigieron hacia el bar, el gran bar del trasatlántico, en
el que se sentaron junto al mostrador, encaramándose en
las baquetas altas de cuatro pies altos, delgados, finos y
esqueléticos,
—¿Qué bebemos?—preguntó mister Goldsmith a “Miss
Atlántico”.
—Yo soy una gran bebedora—respondió “Mis Atlánti-
co”—, De modo, que... pero ¡bueno!, éste sabe ya mis
aficiones, ¿verdad Charlie?
Charlie era un negro que sonreía para enseñar, entre
sus labios cárdenos, sus dientes blancoamarillentos que
daban una nota clara a su rostro obscuro que surgía de la
chaquetilla blanca que le adornaba.
Charlie, en un inglés pintoresco, respondió:
—Sí, “Miss Atlántico”, Ya sé su gusto, ¿Y el señor?
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