XXXII
La noticia corrió por todo el campamento. La mujer
blanca iba a ser la dueña y señora; el general se la im-
ponía a sus tropas; llamó el general al jefe de la sec-
ción de Impedimenta para que los sastres militares que
llevaba para sus soldados hiciesen, esmerándose lo más
posible, unos trajes que “Miss Atlántico” ideó; trajes
de campaña, prácticos, que la permitían montar a caba-
llo y resistir la suciedad de una marcha sin perder la línea
graciosa de una mujer,
Como “Miss Atlántico” tenía mucho ingenio, dió a los
sastres los modelos y dirigió, a través de intérpretes, toda
la confección de aquellos trajes; hizo conducir a la tien-
da de campaña donde vivía con el general un gran espejo
y allí se contemplaba con sus botas de montar charola-
das, hechas expresamente para ella; aquel sombrero de
alas anchas, levantado airosamente por uno de los lados,
y aquellos guantes con anchos guanteletes que daban a su
figura una nueva modalidad. “Miss Atlántico” exclamó fu-
mando un cigarrillo y mirándose al gran espejo:
—¿Sabes, deary, que, cuando vayamos a América y a
Europa, voy a lanzar esta nueva moda? ¿Verdad que me
está muy bien?
El general, que se había entregado completamente en