310 «EL DUENDE DE LA COLEGIATA»
cosas y te digo lo que quiero. Luego tú me concedes lo
que te pido o no, eso es cuestión tuya.
—Ya sabes que yo te concedo todo lo que tú quieres.
Terminó la misa. Terminaron los oficios divinos de
Í los protestantes. Volvieron a ser encerrados los pri-
sioneros, Cuando iba a disolverse la congregación reli-
giosa el general ordenó a su ayudante que se avisara
a aquellos oficiales que «Miss Atlántico» había desig-
nado para que se acercaran.
Los oficiales, cuadrados militarmente ante el general,
esperaron órdenes.
Y el general les dijo amablemente :
—Esta señora desearía hablar con ustedes.
Los oficiales, que hablaban difícilmente el inglés,
se pusieron a las órdenes de «Miss Atlántico».
Y ella les dijo, hablándoles pausadamente para que
pudieran comprender mejor :
—¿ Quieren ustedes pasar luego por el Cuartel gi
neral? Yo desearía hablarles, hacerles algunas pr
guntas,
Los oficiales, cuadrados militarmente, contestaron :
—Estamos a sus órdenes, señora.
—Entonces—exclamó «Miss Atlántico»—dentro de
media hora les espero.
Los oficiales, cuadrados, volvieron a responder como '
autómatas :
e-
—A sus órdenes, señora. '
Se marcharon. «Miss Altlántico» estaba impaciente,
: deseaba hablar con aquellos hombres, que habrían de ]
! ser los dientes de la rueda que ella estaba construyendo
para engranar el movimiento de la máquina que habría
de liberarla de las garras de aquel monstruo. Miraba
con impaciencia su reloj de pulsera. Por fin, el ayu- A
dante del general anunció que «los oficiales que se
había ordenado que fuesen al Cuartel general espera-
ban», Y el general dijo a «Miss Atlántico» :