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GASTÓN LEROUX
el primer tren en el apeadero de Arles-Turiquet y bajó
en Santas Marías a las nueve cincuenta. Iba vestida sen-
cilla, pero elegantísima, con traje de terciopelo negro con
adornos de castor y tocada con un sombrero esférico
guarnecido de pelo de mono, tal como iba ataviada la
última vez que salió con Juan y conmigo, días antes de
la ruptura. Bien claro está que no se ocultaba. Se dirigió
inmediatamente a la iglesia y empezó sus devociones.
Visitó en seguida al cura y le pidió una tarjeta para la
ceremonia de la tarde: el descendimiento de las reliquias.
Luego paseó por el pueblo sin fin visible, atraída por las
abigarradas vistas que a sus ojos brindaban los cam-
pamentos.
Se acercó a un grupo que al principio no le prestó
más atención que a los demás viandantes. Un niño le pi-
dió limosna. Ella le habló. Al punto un hombre que estaba
sentado de espaldas a Calixta volvió el rostro, le vió, y sú-
bitamente seirguió ante ella. Miróla con aire hostil, reparó
en su ropaje y empezó a vomitar en su lengua, y con voz
queda y apretando los dientes, las más groseras in-
jurias.
Ella no se alteró, murmuró unas palabras en el mismo
lenguaje y se alejó. Apenas se fué, aquel hombre y cuan-
tos con él estaban escupieron sobre sus huellas. Calixta,
sin aparente emoción, dejó tras sí las Santas y todo el
bullicio bohemio, sórdido cinturón del pueblecillo. Por
el paraje más desierto ganó la playa y penetró en una
choza medio desnuda, de donde al poco rato salió casi