ROULETABILLE Y LOS GITANOS 101
desnuda, dispuesta al baño. Después del baño, se expla-
yó sobre la arena como bestezuela fatigada.
De pronto, sintió un brinco a su vera. ¡Era aquel
hombre! Le esperaba, a pesar de las injurias. Se echó a
reir al verle. El cerró sus labios estampando en ellos un
beso salvaje. Aquel hombre era Andrés, el que la persi-
guiera dos años antes y del cual Juan, para su desgracia,
la libró. Si fueron los oropeles de mujer rumí con que ha
poco se ataviaba Calixta los que motivaron la furiosa
acogida de Andrés, éste ahora, al mirar a Calixta, no po-
día ver cosa que ofendiesen sus ojos. Todo ello fué bien
calculado. Ella encontró a su hombre. El la quiso coger.
Ella le rechazó, pero ¿qué hubo de prometerla, cuando él
en seguida se manifestó sumiso? Entró a vestirse, y a
poco se separaron como los mejores amigos del mundo.
Calixta no asistió a la ceremonia de la tarde; subrep-
ticiamente abandonó el pueblecillo montada en una cale-
sa guiada por un bohemio, que la dejó cerca de Lavar-
dens, donde perdí su pista. Andrés también desapareció
de las Santas. Perdí su pista en Maguelonne-le-Sauveur,
pero no dudo en encontrarla en las huellas del esquilador
de perros de que me ha hablado Esteve.
En Maguelonne-le-Sauveur, Andrés iba a pie.
Hay que advertir que ni uno ni otro tomaron el tren,
en el cual su presencia hubiera sido indudablemente no-
tada por los empleados, pues ese tren de vuelta a Arlés
suele ir vacio a esas horas. Juan acababa de dejarme y
partió hacia Beaucaire, sin duda a la busca de Lou