ROULETABILLE Y LOS GITANOS 131
empedernido bibliófilo y la bibliofilia permite excusar
muchas cosas.
—Señor—exclamó el bibliotecario, rojo como la grana
apenas oídos apotegmas tan peligrosos para la moral
pública como para la privada—; señor, no creo que haya
en Francia, ni quizás en Europa y hasta me atrevo a de-
cir en todo el mundo, bibliófilo más empedernido que
yo. Sin embargo, no he robado a nadie, señor.
—Y lo creo sin dificultad, señor. Tiene usted todas las
Cualidades de un hombre honrado. Y en cuanto a este
libro, ya descubriré la incógnita... Ya me dirá mi amigo
cómo ha ido a parar a sus manos la procedencia y si se
lo ha apropiado honradamente. Y si no contesta decoro-
samente a estas preguntas, le amenazaré con denunciarle
al procurador de la: República, a no ser que...
—¿Cómo? s
—Á no ser que lo regale a la biblioteca de Arlés.
De pronto, la fisonomía del señor bibliotecario empezó
a distenderse poco a poco hasta la sonrisa.
Tendió su zarpaza a Rouletabille, diciéndole:
—Es usted un hombre genial, señor.
—Y usted, otro—replicó el repórter sacudiéndole la
mano con efusión afectuosa —; pero yo no soy un sabio,
no lo soy; ¿puede decirme qué más hay en este libro?
—Textos sagrados, señor; enseñan los ritos usados en
la Consagración de ciudades, templos, altares, acampa-
mientos.
Iba, conforme hablaba, volviendo las páginas.