ROULETABILLE Y LOS GITANOS 155
—Vaya usted a las siete—dijo interrumpiéndole Roule-
tabille—. Vaya usted a las siete al llano de las Cañas.
—¿Cómo?—exclamó Juan estupefacto—, ¿lo sabes?
—¿No he de saberlo todo?
—Y se alejó la chiquilla, no sin antes aconsejarme que
fuera solo, pues en otro caso no encontraría a nadie.
10 0re0.
—Y sabiendo que se me daba esta cita, ¿has venido
para acompañarme?
— Muy lejos de eso. No quiero que te falle la cita. De-
bes ir completamente solo. Vete enteramente solo.
—¿Y nada más me aconsejas?
—Nada más. ¡Ah, sír Te aconsejo que no desperdicies
palabra de lo que se te diga. Adiós, Juan, y buena suerte.
Juan miró el reloj.
—Voy —dijo—. No está muy cerca el llano de las Ca-
ñas, pero quiero ir a pie para no llamar la atención de
nadie.
—Andando y buena suerte. Mientras bajas allá, aquí
no perderé yo el tiempo, te lo prometo.
—Te espero en el Viei-Caston-Nonu.
—Pero vete, charlatán. ¿No ansías saber dónde está
Odette?
Juan se fué en seguida. Rouletabille tomó la dirección
contraria. Andaba, al parecer, muy preocupado, cuando
al pasar por delante del café de Lavardens atrajo su
atención estrépito de voces: eran las del juez de instruc-
ción y del escribano, sentados allí. El repórter se asomó