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210 GASTÓN LEROUX
baja, la mirada extraña y la sonrisa enigmática, y ¡adiós
buen sentido! Rouletabille, tan ufano de su talento, tenía
en verdad un corazón demasiado sensible. Y era forzoso
que por ahí muriera, se decía Juan.
Al parecer, no podía ver a El Pulpo sin reñir con ella;
pero las riñas son amor. Y entretanto, la miserable, con
un fin que al recordarlo Juan se inundaba de horrible
amargura, sordamente trabajaba contra ellos, contra todo
lo que podían emprender.
Si Odette no estaba aún rescatada, para Juan toda la
culpa era de El Pulpo.
Así no pudo contener el ímpetu de su odio al recono-
cer de pronto en la esquina de una calle de Arlés la de-
testada silueta... ¿Qué tenía que hacer en Arlés? ¿Por qué,
al parecer furtivamente, se deslizaba a lo largo delos mu-
ros por las callejuelas henchidas de sombras? El la había
seguido hasta la cárcel, y había aguardado durante dos
horas su salida. ¿Qué hacía esa señora dentro? Allí es-
taban encerrados Andrés y Calixta. Sólo puede admitirse
que entrase para verlos. ¿Qué añagaza urdía?
Pensó primero comunicar a Rouletabille el suceso; pero
cuando ya salió la señora de Meyrens, y en cierto modo
ella misma le guió hasta el hotel donde estaba citada con
el repórter, dió pie a que Juan, una vez más, imaginara
que tenía excesivo ascendiente sobre el espíritu de su
amigo para que fuera dable convencerle de las trapace-
rías de su amante.
Siempre echaría esa señora mano a cualquier explica-