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ROULETABILLE Y LOS GITANOS
lloriquear como niños que han perdido a su madre. ¡Los
caballos! Eso era fácil de hallar, Ipero los prisioneros!
—Quizás Rouletabille se lance sobre sus pasos—sus- .
piró Cornouilles...
—No quedamos por ello menos... deshonraos—replicó
con voz cascada el pobre Camiseta.
En esos momentos, el grupo jadeante que rodeaba a
Andrés y a Calixta, libres ya de las esposas, descendía
por el atajo oculto tras el bosquecillo de castaños, en
donde ya aguardaba con su auto y puestas las manos en
el volante el chofer, de piel ambarina y mostacho de vio-
linista húngaro, pronto a partir...
—Este es el hombre que ha venido a buscarnos y todo
lo ha dispuesto—explicó el jefe de la cuadrilla a An-
drés—; puedes tener confianza en él, tiene el signo...
No hubo más explicaciones; Andrés y Calixta saltaron
al auto, que zarpó veloz. Los bruscos vaivenes los entre-
chocaban. Andrés acabó por ofrecer como reclinatorio
su pecho a la joven con gesto de mando, al que se so-
metió dócil Calixta. El chofer les echó una manta, con la
cual se taparon. Media hora después moderó la marcha
un poco, se volvió y enseñó el signo, ante el cual se in-
clinó Andrés, y clavando en él sus ojos a través de los
anteojos de automovilista, le preguntó:
—¿Adónde les llevo?
Calixta le contestó con una palabra o más bien con un
nombre, el de una pequeña estación fronteriza, a la que
llegaron aquella misma tarde sin incidente alguno.
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