ROULETABILLE Y LOS GITANOS 61
blarle... (—¡Cáspital —masculló Rouletabille.) Yo esperé a
que me llamasel... Estaba muerta de miedo... Pero ins-
tantes después volvió la señorita a su cuarto y... ya no
vi más... Entonces subí a acostarme... pero no he pegado
los ojos esta noche...
—¿Qué hora sería?
—Las nueve y media, poco más o menos.
—Y puesto que no dormías, ¿no has oído nada esta
noche?
—Si—confesó - . Estaba estremecida... Ot un grito y
me pareció reconocer la voz de la señorita...
- ¿Y entonces...?
—Entonces... hundí mi cabeza bajo la almohada... Lue-
go supuse que había soñado. No podía creer que la se-
ñorita saliera de su cuarto... no. Así también si esta ma-
ñana andaba azorada, se debió a que era ya tarde y la
' señorita no me llamaba pidiendo el desayuno... Bajé a
verla, porque me angustiaba el temor por el grito de la
noche... ¡Ah! Cuando vi la bufanda se heló la sangre en
mis venas y bajé a la cocina. Pero mis piernas tlaquea-
ron; carecían de fuerza para volver a subir... En fin... me
tranquilicé; les he visto y comprendido que todo iba a
descubrirse... ¡Ah! ¡Cuando vi el cuarto vacio! ¿Cómo
tuve valor para salir y para mentirle? ¡Pero era preciso!
¿No? Quería informar en secreto al señor de Lavar-
dens.
—El señor de Lavardens ha sido asesinado a const-
cuencia de esta carta—exclamó Rouletabille con acento
AAA