ROULETABILLE Y LOS GITANOS 79
le ese día una palabra más. En vano se intentó que se
contradijera; en vano se le subrayó que, a pesar de la
habilidad de su relato, los hechos le desmentian de la
manera más evidente; si, por ejemplo, el señor de Lavat-
dens, después de aquella acalorada discusión, hubiese
directamente ido al Antiguo-Castillo-Nuevo, no hubiera
dejado de cerrar tras sí la puerta del parque; ahora bien,
la llave estaba aún en la cerradura y ello probaba que
el señor de Lavardens fué herido en casa de Hubert y a
rastras y de prisa fué hacia su casa, para pedir auxilio. En
el trayecto sucumbió, sin duda, mientras que Hubert rap-
taba a la señorita de Lavardens, desvanecida, sin duda,
y en todo caso reducida a la impotencia y ¡quién sabe si
herida también! —agregó el juez.
—¡Porque, en fin, ya que usted se empeña en no de-
cirnos dónde se halla, nos vemos obligados a imaginar
lo peor! ¿Se llevó usted a la señorita de Lavardens muer-
ta o viva?
Hubert se limitó a contestar a esta pregunta que Obsti-
nadamente le repetía el juez, alzando los hombros y es-
petándole una mirada diabólica.
Aquella misma tarde se le llevó a la cárcel por atajos,
con propósito de hurtarle a la ira del populacho, muy
conmovido y excitado contra él. Hubert se había creado
en Camargue numerosos enemigos, que, desde su regre-
so, propalaron malévolos rumores acerca de él y del ori-
gen de su nueva fortuna.
Lo cierto era que en cuatro años nada se supo de este