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es
— ¿Está usted seguro de que esto es un auto? —
preguntó.
—Tengo pruebas.
—Y por este montón de hierro viejo, ¿se atreve
usted a pedir mil pesetas?
—Y me dejo llevar de un impulso altruista. En
justicia, he debido pedir el doble.
—Hermoso rasgo. Pero vamos a cuentas: ¿Eso
anda ?
—Lo suficiente para ganarse un Campeonato de
velocidad.
—Amigo mío; con todos los respetos: Usted
es un iluso.
—Y usted un hombre vulgar, que juzga de las
cosas por su apariencia. Yo someto mi coche a
cuantas pruebas se me exijan.
Hablaba el chamarilero con tal aplomo, que
Ganzúa empezó a desconcertarse. El sospechaba
que dondequiera que con aquella antigualla se
presentase, obtendría un gran éxito de risa; pero
al fin, si el coche funcionaba bien, no era cosa de
arredrarse ante las burlas.
Cerró el calvo su cuchitril, abrió la puerta del
patinillo y puso en marcha el armatoste. Tembla-
ba y gruñía éste, mal avenido con que lo arran-
casen del reposo que su ancianidad merecía. Aco-
modáronse Ganzúa y el chamarilero; agarróse éste
al volante y con un estrépito de latón y cadenas,
y entre una nube de humazo, el coche buscó por el
laberinto del barrio una salida a la carretera.
—¿Qué tal? — preguntó, satisfecho, el dueño.
-——Déjelo descansar. El asma puede más que él.
¿Aún duda usted? Esto es demasiado. Pre-
párese, señor.
Y así diciendo, el hombrecillo comenzó a manio-
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