—En despoblado y en cinco idiomas, si es ne-
cesario.
Y volvió a emprender su camino. Diez minutos
más tarde, el auto volvió a emparejarse con él.
—He pensado ganar un amigo para toda la vida
— dijo el dueño —. Estreche usted mi mano y ahí
va el coche por novecientas pesetas.
—Estoy en mi juicio, señor.
—Por lo mismo. Decídase. Tengo prisa para
volver a la ciudad.
—Trescientas doy. Casi gana usted sesenta du-
ros en la operación.
—Todo ha acabado entre nosotros. Es usted un
avisado cazador de gangas.
—Pues yo he pronunciado la palabra definitiva.
Y no me siga con esa insistencia, caballero, que
parece usted un pretendiente contumaz, y yo no soy
una niña casadera.
Y tornó a adelantarse don Gumersindo.
De este modo, parlamentando cada medio kiló-
metro, cuando llegaron a los arrabales de la ciu-
dad, el calvo se conformaba con entregar su auto
a cambio de seiscientas pesetas; mas don Gumer-
sindo se encerró en que no desembolsaría una más
de las quinientas, así lo empalasen. Cerróse el tra-
to; dirigiéronse a casa del prestamista; redactaron
y firmaron un documento en que constaba la ope-
ración; y aquella noche, Ganzúa durmió con la
placidez con que él solía dormir cuando engañaba
a un desdichado.
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