to de hora, vieron que la carrera se prolongaba,
comprendieron la verdad del caso; y movidos del
cariño que tenían a Ganzúa, comenzaron a inter-
calarle en el circuito sillas, mesas, un banco de
herrar y otros pequeños obstáculos, que él sortea-
ba haciendo filigranas prodigiosas. Cuando el co-
che paró, no le quedaba en el depósito ni aun olor
de gasolina.
Hubo que pagar su buen porqué de pesetas por
el arreglo. ¿Arreglo?...
—Realmente esto no tiene otra compostura que
tirarlo — habían dicho en el taller. Pero Ganzúa
se resistía a convencerse de que, por primera vez
en la vida, le habían estafado unos cientos de pe-
setas.
Tozudo como el que más, salía a diario en su co-
che, Pero aquello era desesperante, Cada día se ma-
nifestaba un achaque nuevo. De pronto, en mitad
de una calle, el coche se paraba, interrumpiendo la
circulación. Otras veces, cuando Ganzúa, obede-
ciendo a la indicación de alguno de los guardias re-
guladores del tránsito, pretendía detenerse, el auto
proseguía impertérrito, como si se gozase en la
multa que por esta genialidad suya pagaría su
dueño. El guiño de la ruina comenzó a perseguir
a don Gumersindo. Por las noches, en sus largos
insomnios, la imaginación le proporcionaba refi-
nadas torturas. Cuantas veces estaba a punto de
dormirse, un bocinazo imaginario lo desvelaba.
Una mañana se dirigió a casa del chamarilero,
dispuesto a obligarle a que le devolviese las pese-
tas estafadas; pero el hombrecillo calvo sacó rápi-
damente de un cofre un pistolón con honores de
trabuco ; y este razonamiento convenció de tal modo
a Ganzúa, que de un salto se plantó en la calle, y