cial, de los ajedrecistas y tresillistas empederni-
dos. Está en la plaza principal; tiene grandes vi-
drieras, muebles oscuros, y allá, en el piso alto,
un saloncito misterioso donde en otros tiempos
se albergaba el buen Jorge cuando pasaba una
temporadita en la villa.
En un edificio más modesto está instalado el
Casino de la Democracia”, muy concurrido
siempre, porque sirven en él mejor café que en el
“Círculo de Propietarios”; el dominó, el tute y
la lotería tienen un feudo en este casino.
Añadid a ambos centros de esparcimiento mo-
derado un crecido número de tabernas, y podréis
imaginaros el aspecto más característico de Bar-
bechales.
Mas en toda colectividad hay un grupo de in-
adaptados, de rebeldes. La rebeldía es la leva-
dura de la sociedad. (Queda prohibida la repro-
ducción de la frase.) Y el “Club de los Templaos”
era cifra de las rebeldías pretéritas, presentes y
futuras de la Humanidad. ¿Qué ley más univer-
sal que la del trabajo? Pues los socios del Club
se burlaban de ella. Ningún templao trabajaba,
pese a que abundaban entre ellos los desheredados
de la Fortuna.
Mas no se piense que esta vagancia contumaz
era la más alta demostración de los alientos re-
beldes del Club; de hazañas más egregias blaso-
naba: ¿Quién no se embebeciera, si le fuese dado
ver cómo aquel puñado de románticos saltaba las
bardas de los corrales y expoliaba los gallineros
en las altas y bajas horas de la noche? Pues la
habilidad con que desplumaban las aves en el co-
cinón del Club, sólo cedería ante la destreza con
que las devoraban, si no se llevase la primacía