viarles, por lo pronto, un tonelillo de vino de Cre-
ta, que es cosa como para hacer un obsequio a
gente entendida. ¡Nos lo beberemos, sí, señor!
Pero, por Dios, un poco de disimulo. Yo tengo
que aparentar... Ya usted me entiende.
—Sí hombre, sí; enteraos: Usté es un hipocri-
tilla de esos de golpes en el pecho, rezuqueos, y
luego... ¡La gracia pajolera que me hacen a mí
estos tipos! Y perdone usté el modo de señalar.
Es usted muy dueño. ¡Lo que es la afinidad!
Yo no puedo verle a usted sin reirme.
—Estimando.
Los templaos celebraron con algazara extraor-
dinaria la capitulación del mercader; y se jura-
mentaron para burlarse de él y explotarlo.
—¡Nos vamos a hinchar!
—Construiremos un palacio con inmensas ho-
degas en los sótanos.
—-Y pondremos sobre un tonel la efigie de Don
Benigno.
-Lo nombraremos Copero Mayor.
—Y primo honorario vitalicio.
—¡Muera la dignidad personal!
—Agquí, semejante grito es de mal gusto — in-
terrumpió Boqueras —. Esa antipática señora no
ha traspasado jamás los umbrales de esta ilustre
mansión.
—¡Bravo!; que vuelva a rebuznar.
Juanito imitó entonces, muy a lo vivo, el rudi-
mentario lenguaje asnal, entre los aplausos de los
circunstantes.
Rastrojo asistía con frecuencia a las veladas
de los templaos. Se presentaba y se conducía con
timidez; aguantaba resignado la rechifla de los
consocios; si alguno de éstos solicitaba de él un