éste su cartera, sonaba aquél su portamonedas,
doblaba estotro en pliegues menudos un billete,
para que cupiese por la boca de la bolsa, esotro se
palpaba muy aprisa los bolsillos, como si persi-
guiese una moneda de prestidigitación.
Dióse fin a la colecta y Boqueras procedió a
vaciar sobre una mesa lo recaudado, Se esparcie-
ron por la tabla los discos de un puñado de cal-
derilla. Contó Juanito rápidamente aquella mi-
seria y dijo:
—Catorce reales de vellón. ¡Maldita sea mi es-
tampa! ¿Y esto es una Sociedad de templaos, o
un colegio de párvulos?
—¡Protesto! — formuló una vocecilla iracunda.
—¿Quién protesta? — saltó Boqueras.
—Un ciudadano que tuvo la debilidad de de-
positar en esa bolsa un billetito de diez macha-
cantes.
Decía esto un vejete de rostro abotagado y ojos
turbios.
—¿Es posible? — exclamó Boqueras.
Sacudieron la bolsa, la volvieron del revés, bus-
caron por el suelo; pero el billete había desapare-
cido sin dejar rastro.
—;¡Ay cien pesetas de mi alma! — sollozaba el
viejo.
—¿En qué quedamos? ¿No eran cincuenta?
—¿He dicho cincuenta? ¡Ay cincuenta peseti-
tas mías! Hago a la Sociedad responsable...
—Señores—interrumpió el presidente—; esto
es una cueva de bandidos, pero de bandidos roño-
sos y avarientos.
—No, capitán —— contestó uno —; lo que su-
cede es que en la reunión el dinero abunda menos
que la vergienza, que es cuanto puede encarecer-
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