—Es lo probable.
—i¡Diablo! La cosa se complica. Sería sensible
que volviese a encontrarme con ella.
—¿Se burla usted, Piñero?
—Saco de su doctrina las consecuencias que
pueden interesarme.
—Bien veo que el espíritu de usted no ha reci-
bido la luz.
—Me parece que no.
—¿Ni siquiera ha oído usted hablar de las ex-
periencias de la familia Fox, de Hydesville ?
—Confieso mi ignorancia.
—Al menos habrá usted visto alguna mesa dan-
zante.
—Entre los danzantes que he visto, no se cuen-
ta alguna mesa.
—A pesar de eso, amigo mío, en el fondo, us-
ted es una buena persona. Es cuestión de iniciarse.
— ¿De iniciarme?
—En los grandes secretos del más allá. Se lo
suplico, querido Piñero: acompáñeme un ratito
más; iremos a cierta fraternal reunión.
—Perdone, Niebla. Otro día. Hoy tengo prisa.
—¡ Siempre afanándose por cosas triviales!
-—No me parece muy trivial lo que va a suceder
en mi casa.
—En fin... No quiero per der la esperanza...
Usted me acompañará algún día.
—Sí, sí... Pero hoy no; hoy me siento fuerte,
casi joven. Hoy es mi día; mi gran día.
En efecto: lo que sucedió poco después en casa
del señor Piñero, no fué una cosa trivial. Carran-
za tomó las escaleras por tobogán y descendió un
tantico más deprisa de lo que tenía por costumbre;
doña Tecla quedó afónica, sudorosa y maltrecha;
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