egipcia salió por la puertecilla del fondo y anunció
que se iba a presentar la princesa de Kartum.
Salió la ilustre dama envuelta en un manto ama-
rillo, salpicado de figuras rojas y verdes. Llevaba
ceñida a las sienes una magnífica diadema falsa;
y al andar tintineaban alegremente las innumera-
bles ajorcas que le rodeaban las muñecas y los to-
billos,
Media docena de servidores salieron tras la de
Kartum, todos embutidos en trajes vistosos. Un
inconfundible olor de guardarropía se esparció por
el salón.
Subió la princesa a un sitial bajo dosel que tenía
preparado, y extendiendo solemnemente su diestra,
dijo a los concurrentes :
—Sentaos.
—i¡ Yo me vuelvo loco! — sollozó Piñero, apre-
tando la mano de su jefe.
—Pero ¿qué le sucede? ¿Ha visto usted en su
vida algo más gracioso?
—Acompáñenme hasta aquel trono; se lo supli-
co — musitó el oficinista.
—Vamos allá. Pero ¿qué le pasa a usted?
Y avanzaron los tres amigos.
Alguien murmuró:
—Han llegado los últimos. Debieran hacer cola.
Son unos frescos.
—Unos entes de materialidad grosera.
—Cuidado con la sin hueso, venerables herma-
nos — advirtió el cajero: y dió con la contera de
su bastón contra las baldosas.
La princesa de Kartum, cuando vió ante sí a los
tres suplicantes, lanzó un pequeño grito; pero se
rehizo rápidamente y ordenó con voz a todas luces
desfigurada: