toriales, entraba en el zaguán de la casona, ya no
le separaban de su cuarto sino ciento treinta y dos
escalones.
Bien es verdad que pagaba mensualmente sólo
cinco pesetas; o dicho con mayor exactitud, es-
taba obligado a pagar cinco pesetas, pero no las
pagaba. Al principio, los días de cobro, el admi-
nistrador, con esa ingenuidad casi idiota que ca-
racteriza a ciertos encargados de cobrar cuentas,
gateaba los ciento treinta y dos consabidos esca-
lones, para presentar el recibo a nuestro artista.
Recibíalo éste con una cortesía encantadora, le
ofrecía una silla para que descansase, se lamentaba
de no tener en casa un solo céntimo, prometía
acordarse de retirar fondos de su fondo de la So-
ciedad de Autores, daba unos golpecitos protecto-
res en la espalda de su visitante y lo despedía con
los mayores extremos de consideración. Al fin, el
administrador tuvo la intuición de que Aristarco
no pagaría ni un recibo, y lo conminó para que
desalojara la buhardilla. Ibáñez sonrió y dijo:
—Nunca abandonaré por mi voluntad este rin-
concito, desde donde, con sólo empinarme un poco,
puedo coger la primera materia de mis obras:
un jirón de azul de cielo, un puñado de estrellas...
¿Será usted capaz, hombre insensible a la belle-
za, de arrojarme de aquí por el inicuo procedi-
miento del desahucio?
Y como el administrador no intentó tal iniqui-
dad, Aristarco siguió instalado en la vecindad del
cielo, lo que le facilitaba — como él decía — la ad-
quisición de ripios, imágenes y matices poéticos.