a probar los ásperos vinazos con que solían ob-
sequiarle,
Allá por diciembre, si caminaban por tierras
olivareras y llegaban a alguna venta donde se
recogiesen los aceituneros para pernoctar, él pro-
cur aba qu. se organizase un poquito de baile y
de coplas. Los dichos, cuentos y rasgos de inge-
nio de aquellas gentes humildes le regocijab Jan, y
sólo cuando una frase pasaba de lo burdo para
entrar en lo grosero, él se encerraba en un grave
silencio, que “equivalía a una repulsa. Por lo de-
más, alternaba como uno de tantos.
El cicerone se perecía por averiguar cuál era la
patria de don Oliverio; empeño difícil, porque en
él convivían en abigarrada mezcla rasgos de mu-
chos y muy diversos pueblos.
Un día, Palmito habló así:
—Estoy pensando, señor, que si está muy lejos
la tierra de usted, va a costar un capital llevar a
ella todo este almacén de antigúedades que hemos
reunido,
—Ya veremos — contestó don Oliverio.
—Tal vez, si tiene usted la casa cerquita de un
puerto de mar...
—Yo tengo muchas casas, Palmito.
—Pero alguna será la preferida... La de su
tierra, la de Italia...; porque usted es italiano,
¿verdad ?
—Un poco.
—¿Un poco? No entiendo, señor.
—Un poco italiano, algo francés, entreverado
de alemán..
—Menos entiendo ahora:
—Yo no sabría lo que son fronteras, Palmito,
si no fuese porque ma oficinas de Aduanas me