La nota final se prolongaba en un trémolo de
lamento, al que, como un eco, respondía otro en
el corazón de Palmito.
Pasó un gitano con su blusa negra, su garrocha
y sus andares perezosos.
—Gúenas noches, comparito.
-—Adiós, hombre. ¿No eres tú, Garlopa?
—Cabal. Y tú el siserone más apañao de toa la
siudad. Por sierto, que me ties orvidao. ¿Ende
cuándo no me llevas un mosiú por mi cueva del
Sacro-Monte?
-Es que lo comprometes a uno. La última vez
que te encargué una zambra, me presentaste una
sotrée de loros mal aveníos. ¿Tú te crees que es
igual hacer una canasta que repiquetear unas cas-
tañuelas? ¿Eran artistas aquellas, Garlopa?
—Sí que eran feas las condenás. Ahora tengo
otras; una coleción de surtanas venías a menos.
—AMNÁ veremos si es verdá tanta ponderación.
—Y enfilaos en los vasares, unos platos espor-
tillaos y unas sartenes de cobre, con tantos aguje-
ros, que paesen colaores. ¡Parné seguro!
—Bueno. Ya te llevaré algún cliente.
—Estimando. ¿Te apetese una copita?
—Se agradece como si la tomara.
—¡Ah! ¡Probesito mío, que está aquí enredao
en las pestañas de una mujé!
—Con grilletes has de verme, Garlopa.
El gitano, al compás de unas palmitas suaves,
comenzó a cantar:
A la reja de la carsel
no me vengas a llorá.
—No te rías, esaborío. Tengo que matar un
hombre.