Un día pudo verse a un joven vestido de negro,
que paseaba por el flamante local.
—Me parece — dijo Marina a su padre — que
esa carcamonía es el secretario de don Oliverio.
—Tú estás loca, niña.
—- Veremos.
Dos horas después llegaron tres carros carga-
dos con innumerables cajones.
Y con gran asombro del barrio, en los escapa-
rates y en las vitrinas de la tienda nueva fueron
acomodándose viejos encajes, iconos bizantinos,
alcatifas árabes y persas, tapices flamencos, cofres
románicos, aceros toledanos; porcelanas de Kioto,
San Petersburgo, Meissen, Sévres, Derby, Long-
ton-Hall; encuadernaciones de Aldo, Grolier, Maio-
li, Derome, aparte de varias anónimas mudéjares;
medallas, monedas, cobres, vidrios...
—¡Mi ruina, mi ruina! — clamaba el señor: An-
tón, mesándose los pocos cabellos que tenía.
—No nos desesperemos, padre — animaba Ma-
rina.
—Pero ¿tú te has fijado en el lujazo de esa tien-
da? Cualquiera de sus escaparates vale más que
cuanto yo he reunido en este cuchitril.
—Nos defenderemos, padre. Ya verán de lo que
soy yo capaz... Porque esto es una venganza ruín
de Palmito. Ahora es cuando me casaré con Solís.
¡Infame!
—;¡Y ese don Oliverio, con su sonrisilla y su
mirada fría! Nos han arruinado, hija de mi alma.
—¿Quién sabe, padre? Un poco de calma. Tal
vez cambie pronto la situación.
—No sueñes. Entre un millonario y un pobre
diablo no hay competencia posible.
Al frente del nuevo establecimiento se puso un