sarse con don Francisco; es que apenas pensaba en
señalar fecha, un escalofrío de arrepentimiento le
helaba la intención naciente. Debía casarse, tenía
que casarse con aquel hombre; pero cuanto más
tarde, mejor. Además era preciso conseguir que
él comprometiese una parte de su dinero en el ne-
gocio de antigiedades; y este asunto habría de
ultimarse antes de la boda.
Solís respiraba en una atmósfera de odio hacia
la tienda nueva. El señor Antón y su hija no se
andaban con pequeñeces cuando de insultar a Pal-
mito y a don Oliverio se trataba. Por su parte, el
rentista hubiese preferido que Marina pusiera me-
nos ardor en las injurias que dedicaba al cicerone.
Aunque para maltratarlo, la moza andaba siempre
a vueltas con el nombre de Palmito; y esto causa-
ba en Solís cierto malestar. La indiferencia, el
olvido completo, fueran más de su agrado. Pero
Marina estaba muy lejos de olvidar.
No era el conflicto sentimental lo único que
amargaba sus horas: el peligro de su bolsa era
para él aún más terrible pesadilla.
Que era fuerza, si sus ilusiones habían de pasar
a ser realidades, comprometer unos miles de duros
en el comercio del señor Antón, bien lo veía Solís;
y esta alternativa de sangrar sus talegas o renun-
ciar a Marina, le torturaba sin treguas.
El mal cariz de los negocios del chamarilero
había acabado por ahuyentar al señor Arellano y
a los demás miembros de la tertulia. Sólo el con-
cejal Ramírez entraba en la tienda de vez en cuan-
do y procuraba consolar al dueño. No obstante, la
boda que proyectaba Solís le parecía un disparate
y aun trató de dárselo a entender discretamente al
interesado. Su buena intención fué estéril, como