suelen serlo casi todos los consejos que contrarían
pasiones amorosas.
En efecto, la locura del rentista se agudizaba.
Empezaba a agradarle la idea de hundir el negocio
de don Oliverio y Palmito. Sentía amagos del vér-
tigo de la competencia.
Tal vez por esto, al recoger de labios de su
suegro la explícita declaración de ruina, contestó
con gallardía épica:
—No se preocupe. ¿Quiere usted que nos ba-
tamos con don Oliverio?
-¿Batirnos? Supongo que no intentará usted...
—Tranquilicese: no es cuestión de disparos ni
mandobles; nos batiremos en un terreno pura-
mente mercantil.
—Pero, amigo Solís, usted debe saber que yo...
—¿Que está usted arruinado ?
—Exactamente.
—-Pero yo no. Conoce usted mis pretensiones,
señor Antón. Más tarde o más temprano...
—Expliquese; se lo ruego.
—Simplemente, que para mí sería un honor
asociarme a sus negocios.
—Pero yo no puedo engañar a usted, amigo
mío. Enderezar este establecimiento supone un
gasto de muchas pesetas.
—Se gastan.
—Con la posibilidad de perderlas.
—Se pierden.
-—Y la seguridad de sufrir muchos disgustos.
—Se sufren.
—Me asombra usted, Solís.
—Oigame, señor Antón.
—Hable.
—Usted sabe que yo no he sido hombre de vida
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