ruina, el viejo de ahí al lado habría de venir a
ofrecerme su hija en matrimonio? Sí, sí... ¡Va-
mos camino de que así sea! Me parece que estos
remedios radicales no hacen sino empeorar mi si-
tuación. ¡Tan sencillo como era llegarme a ella y
decirle: “Yo te quiero; soy un hombre decente;
trabajaré para levantar vuestra tienda”! Y ella
hubiese convencido a su padre. En cambio, aho-
Fea
Por el barrio, las comadres noticieras, cada día
fijaban distinta fecha para la boda de Marina;
tanto que a Palmito se le hicieron aborrecibles casi
todos los números del almanaque. Pero, en ver-
dad, la interesada se ocupaba más en el mostrador
que en la confección del ajuar.
—Disminuyen las ventas — dijo el inglés a su
jefe.
—Ya aumentarán — replicó don Oliverio.
Y respondió al gesto del señor Solís haciendo
rebajar en un veinticinco por ciento los precios de
las existencias de su casa. Con esta medida volvió
a atraerse la clientela.
El rentista sintió los primeros síntomas de una
terrible hiperclorídia; pero se dominó y dió la
orden de que en su establecimiento la rebaja no
fuese de un mísero veinticinco por ciento, sino de
un generoso tremta y tres.
—No importa, Palmito — dijo don Oliverio a
su contristado socio —: ellos cederán. Tu te ca-
sarás con Marina.
En el otoño del segundo año de batalla, casi a
la vez, Solís y don Oliverio se ausentaron de
Granada. Tal ausencia obedecía, según se dijo en
sus tiendas, a imperativos del negocio; pero, se-
gún después pudo comprobarse, habían estado,