V
Habían pasado diez años desde que comenzó
aquel duelo. Solís era un montón de huesos en-
vuelto en una gran piel amarillenta. Don Oli-
verio se había recluido en sus habitaciones del
“Washington”; parecía una sombra, y raramente
se dejaba ver en sus ojos aquel brillo de ironía de
los buenos tiempos.
Una tarde, Solís dejó de hacer su acostumbrada
visita a la tienda del Paseo de los Tristes. Pronto
cundió la noticia de que estaba enfermo, grave-
mente enfermo. Cuando don Oliverio lo supo, no
se alegró: un fúnebre presentimiento le cruzó por
el cerebro anémico.
Fué entonces cuando Marina sintió remordi-
miento por su egoísmo. Ella era la culpable en 1
muerte de don Francisco. Avivó las pasiones de
£ste, le tuvo años y años pendiente de una pro-
Mesa, le excitó en todo momento a proseguir la
Competencia ruinosa; hizo de él una víctima, para
Sacrificar en los altares de la Venganza. Odiosa
conducta la suya.
Y la hija del señor Antón se apiadó por vez pri-
Mera, cuando el mal era irreparable, de las desdi-
chas de Solís.
—Debemos ir a su casa, padre, y asistirlo hasta
que Dios disponga. Gente pagada es mala compa-
ía para el trance de la muerte.
—Dices bien; pero ¿no ves que apenas puedo
Moverme? ¡Si estoy yo poco mejor que él!
—Hay que hacer un esfuerzo, padre.