¿Y la herencia? ¿Debían aceptar el señor An-
tón y su hija el capital dejado por el difunto?
Durante algunos días, los interesados se contesta-
ron negativamente esta pregunta; pero poco a po-
co, sus escrúpulos fueron desapareciendo, y al fin
llegaron ambos a creer de conciencia el que fuesen
cumplidos al pie de la letra los deseos postreros
de don Francisco.
—Bien claro está que su idea dominante, en la
hora misma de la muerte, fué el que no se le ce-
rrase su tiendecita — decía el chamarilero.
—Eso es verdad — corroboraba la hija.
—Pues nosotros que fuimos sus socios y confi-
dentes, no tenemos derecho a desentendernos' de
su último ruego.
—Creo lo mismo. Se trata de un deber.
—Más aún para tí: Ya que tal vez fuiste un
poquito cruel para el pobrecito durante la vida,
dedicate ahora a honrar su memoria y a continuar
su obra. Será esto algo así como una reparación.
—Justo. No había pensado yo en eso. ¡Y es una
gran idea!
—Aunque sea mía, reconozco que no es mala del
todo,
Y he aquí cómo padre e hija, guiados por la
dialéctica más sutil, se embolsaron el capital de
don Francisco. ¡No hay cosa como la dialéctica
bien administrada!
El huésped del “Washington” era también
hombre acabado. Se había empeñado en que no
tardaría en juntarse en el cementerio con Solís; y
como estaba neurasténico, no se conseguía apar-
tarle del cerebro esta idea de la muerte.
En realidad, no pensaba un disparate. Su natu-
raleza se agotaba con rapidez inusitada.
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