No sé qué mañana, a la hora de costumbre, el
inglés y el alemán llegaron a sus tiendas; se mi-
raron, pero sin acritud; después, simultáneamente,
se dijeron :
—Buenos días, señor.
El último en enterarse fué el pobre señor An-
tón, Sentado en su silloncito, como un niño, oyó
sin pestañear la noticia; después, con lentitud,
volvió la cabeza hacia su puerta arrinconada. Cuan-
do el dependiente se alejó, alguien hubiese jurado
que el señor Antón se había puesto a llorar.
Pero aquella misma tarde Marina resbaló en una
escalera y se rompió un brazo.
Este incidente llegó a los tiernos corazones de
los vecinos del barrio.
—¡Algo tenía que suceder! ¡Si no podía ser de
otro modo, Señor! — decían las honradas coma-
dres. — Maleficio de los pobrecitos muertos...
Hubo que aplazar la boda. Ni Marina ni Pal-
mito creían en maleficios; pero adivinaban sobre
ellos, como una amenaza constante, la mano jus-
ticiera de Dios.
Pasó el verano. Noviembre arrastró en sus re-
molinos polvorientos las secas hojas de la arbo-
leda del Paseo; nubarrones plomizos asomaron
por encima de las almenadas torres de la Alham-
bra; enmudecieron los pájaros; los atardeceres tra-
jeron hoscas tristezas...
Tal vez tornó a marchitarse un poco la belleza
de Marina; tal vez volvió a aburguesarse la figura
de Palmito... Y luego... el recuerdo alucinante
del malaventurado Solís.
Y la boda se fué aplazando, aplazando...
Han corrido los años. Los novios son hoy bue-
nos amigos que comentan entre sonrisas de resig-