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bién. Las mozas, cuando no aljofifan (y tienen una
plausible afición a aljofifar), hacen encaje de boli-
llos, trastean en la cocina, o dan de comer a innu-
merables y sabrosos animalillos domésticos; las
viejas hacen calceta (como en los cuentos), cuidan
de las flores del jardín, o ensartan banalidades en
el diálogo sostenido con vecinas complacientes y
un poco murmuradoras. Los viejos se van a la pla-
za; si es en invierno, se sientan en los bordes del
pilarón de la fuente, de cara al sol mañanero; si
es en verano, en el poyo que abraza el tronco de
una encina muchas veces secular. Y en las cuatro
estaciones del año, hablan de la guerra de Cuba;
tal vez del pronunciamiento carlista; tales veces
de los viejos toreros que se las veían de bueno
a bueno con torazos que habían comido las hierbas
de siete primaveras; en ocasiones se desempolvan
los relatos oídos en la niñez lejana sobre las aven-
turas de D. Rafael de Riego; se comenta algún
tremebundo crimen; y se murmura del Gobierno,
quiero decir del diputado y del alcalde y del cobra-
dor de contribuciones.
Y ésta es Peñacortada y ésta es la vida de sus
habitantes.
3ien; pero ¿y don Prudencio?
Paciencia, lectores míos. Esta historia es un
poco incoherente, como todas las verdaderas his-
torias.
Como a dos kilómetros del pueblo, más bien
menos que más, comienza un extenso valle que,
por la fertilidad de sus tierras y la abundancia
del agua, está casi todo él parcelado en huertos.
En el centro del valle se cruzan dos carreteras,
dos grandes arterias por donde circula la riqueza
de aquellas regiones. Y precisamente en uno de los
MAMA AA AAA AAA AAAAAAAAAAA AAA AAA AAA AAA AAA)
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