favor, siempre que no fuese cosa frecuente ni le
irrogase pérdidas muy superiores a la cantidad de
media peseta.
Solía prestar alguna cosilla mediante su porqué,
quiero decir el veinte por ciento; y por supuesto,
en favor (él decía en favor) de personas solventes.
Don Prudencio jamás hizo traición a su nombre
de pila.
Con estos antecedentes, puede suponer el lector
los tragos que todos los veranos sufriría nuestro
hombre cuando los mejores frutos de su huerta
desaparecerían sin saberse cómo ni por dónde. Ni
los guardas ni los perros lograban impedir aquellas
expoliaciones. Cuando una cuadrilla de coletudos
se dejaba ver por los alrededores, los ojos de Ar-
gos no bastarían para la vigilancia de la finca. Y
en la época dicha esto sucedía dos o tres veces por
semana. ¡Una insignificancia!
El patrono de Peñacortada era San Juan Bau-
tista. Los clientes del santo Precursor lo obsequia-
ban todos los años con una misa solemne, una pro-
cesión, un castillo de fuegos artificiales, una cha-
ranga detestable y seis capeas con sus encierros
correspondientes. No sé hasta qué punto este últi-
mo capítulo del obsequio satisfaría al Santo; en
verdad creo que no sería muy de su agrado; pero lo
cierto es que los vecinos de Peñacortada (y las ve-
cinas) así hubieran entendido unas fiestas de San
Juan sin capeas como unas elecciones sin puchera-
zo. En Peñacortada hacen las cosas bien, o no las
intentan siquiera.
Hacia el veinte de junio, los primeros triperillos
comenzaban a pasear su garbo por la plaza del pue-
blo, en la que los andamios para el público estaban
en construcción. A las horas de comer y a la de
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