y me lo charló todo. Sé que ese sinvergúenza te ha
pegado y vengo a hablar con él.
Consuelo gime apuradísima:
—|¡Paco, por Dios!
Y el impertérrito:
—Ya sé que no está en casa. Dé que es posible
que no venga a cenar. Pero es lo mismo. Le aguar-
daré. Le aguardaré sl viene y sl no viene también.
No tengo prisa, ni me muevo de aquí.
Y sin duda, para demostrarlo coge una silla y
se acomoda ante la mesa. ( 'onsuelo se levanta, s€
acerca a él y le pone las manos en los hombros:
—¿Pero no comprendes, estúpido, que eso sería
un escándalo horrible, en el cual llevaríamos todas
las de perder? ¿No comprendes que sea él lo que
huere, ante la ley al fin es mi marido?
El se encoge de hombros y con las uñas se pone
a repiguetear en el tapete,
—Bueno.
—Márchate, Paco.
—No insistas, es inútil. No me vOy.
—Pero ¿qué le vas a decir?
Fl levanta la frente.
—¿Qué le voy a decir? Muy boca cosa: que 4
ti no hay quien te pegue mientras exista yo. Nada
más que eso. Ya ves tú qué sencillo.
Consuelo se ha sentado en sus rodillas y, le
anuda los brazos alrededor lel cuello angustiada y
mimosa.
rr
ze
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