donde ella guardaba sus alhajas. Y la cajita del
dinero.
—¿Ves, mujer? ¿Ves cómo esa no vuelve?
Amparito suspira. Se miran otra vez y silencio-
sas tornan al comedor.
—Yo creo—aventura Teresa—que,
ado diciendo en dónde está.
$1 no vient,
nos mandará un rec
—Mujer, yo creo gue sí. No va a dejarnos en
esta situación.
—Sería tremendo.
ill lombre!
Dan las ocho... las nueve... las nueve y media.
Dan las diez...
—¿Cenamos?—dice Amparo.
—Lo que tú quieras, chica. Te advierto que a
mi con estas cosas se mé ha duitado la gana. Pero,
en fin, cenaremos. ¿Qué hay?
—Tortilla y filetes. Si no quieres tortilla, hue-
vos Íritos.
—No; los huevos fritos no me gustan de noche:
Prefiero la tor tilla.
Cenan en un cuarto de hora, y a las diez y me-
dia están metidas en la cama. Al principio les cues-
ta gran trabajo dormirse, porque los pensamientos
no las dejan tranquilas, y además, porque cada vez
que oyen pisar en la escalera o el sereno en la calle
la, se estremecen llenas de
responde a una palmac
lamar. Por
sobresalto, figurándose que alguien va a l
fin les rinde el sueño y duermen de un tirón hasta
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