concluido de agriarle el genio, y estaba más inso-
portable que nunca. Como el cargo de la casa re-
caía sobre Teresita, y Teresita, atareada con los chi-
cos, siempre muerta de sueño con las malas noches
que el peduenño le daba, apenas tenía tiempo para
atender a lo demás, todo andaba en el hogar man-
ga por hombro, abandonado y sucio. Muchos días,
cuando llegaba la hora de desayunarse; estaban to-
davía en el mantel los platos con los residuos de la
cena, las mondas de frutas y los mendrugos de pan.
Feliciano, el marido de Mercedes, era hombre muy
limpio, muy cuidadoso y muy pulcro, sobre todo
de su persona. El mismo se limpiaba el uniforme
en cuanto descubría en él la más ligera mancha, se
lustraba las botas y los leguis, se afeitaba todos los
días, lavaba los guantes y andaba siempre con Íric-
ciones de esencias y agua de Colonia para contra-
rrestar los malos olores de la gasolina y las frasas.
Cada vez que al cambiar de camisa se encontraba
con el cuello deshilachado o la pechera sin botones,
el hombre ponía el grito en el cielo; Mercedes le
daba la razón y entre los dos cerraban contra Te-
resita llenándola de improperios, apóstroles e insul-
tos, que no había por dónde cogerla. Teresita esta-
ba desesperada.
Así las cosas, una tarde en que salió a un en-
cargo, encontró casualmente en medio de la calle a
una amiga de colegio, poco' mayor due ella y le
contó sus cuitas. Consuelo, que así se llamaba la
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