lizar si la infeliz iba hecha un adefesio, vestida con
los deshechos de Mercedes, en zapatillas y siempre
cargada con los chicos a cuestas! En casa de Con-
suelito se arregló, se compuso, vistió con más es-
mero, fué más limpia y más pulera; aconsejada por
su amiga aprendió a pintarse los labios y sombrear-
se los ojos, a tener interés por su persona y adqui-
rir hábitos de coquetería.
Tenía entonces diez y ocho años, aunque no re-
presentase más de diez y sels. Era monilla, desen-
vuelta, graciosa, morenucha, con los ojos negros,
no muy grandes, pero sí muy expresivos, y la boca
bonita. Una tarde, al ir a entregar, un muchacho la
requebró en la calle, la siguió de lejos, se acercó
luego a ella y concluyó por cortejarla. Era simpáti-
co, se expresaba bien y ella le escuchó con gusto.
Al llegar a casa se lo contó a Consuelo:
—Me ha hablado un chico.
Consuelo, como era natural, pidió detalles, que
Teresita no le pudo dar.
—¡Ay, rica, qué te voy a decir! ¡Yo qué sél Es
alto, guapo, va muy bien vestido, pero no en pollo,
sino muy hombre, ¿sabes? A pesar de ser joven
tiene aspecto de persona formal. Me ha dicho que
es estudiante de Medicina y que el año «que viene
termina la carrera.
Consuelito torció el gesto.
—Malo.
—¿Por qué ha de ser malo?
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